Cada día, poco antes de cruzar el semáforo que me lleva a la boca del metro, mientras este está aún en rojo, observo el vuelo de negros estorninos batir sobre mi cabeza sus alas. Ensimismada en el carbón de sus alas que cubren un cielo repleto de nubes. En ese momento, pienso en qué afortunados son de no perder el sentido de su vuelo en ningún momento, cuánta seguridad encierran en plumas tan ligeras, y la celeridad con la que el aliento de su sombra se desvanece entre las nubes.
Ajetreados, a veces en grupos o bien solitarios, parecen predecir con exactitud el rumbo de su próximo viaje. O si por alguna casualidad este vuelo es debido al mero y fortuito azar, benditos sean los azares que rigen sus vuelos, pues avanzan con pasos más firmes que los míos, y al menos ellos no se derriten a las pisadas de pies de pluma sobre el crisol del hielo.
Me da placer verlos, desde aquí abajo, contemplar durante apenas unos segundos el vuelo constante y sereno. Y por un momento, mi pensamiento se contagia de su vuelo y parece alcanzar su misma seguridad antientrópica, y durante un solo momento, intenta camuflarse entre ellos, y sólo un instante dura este dichoso sentimiento. Me da placer ver los estorninos, por si mi propio Estornino se contagiase por azar algún día del vuelo que rige sus alas.