Y dijiste entonces que
éramos contracorriente, que nuestro eterno ser consistía en nadar siempre contra el curso natural y
besar la espuma de las olas, que nuestro fuego sería aguado por las marismas
más profundas, que nuestro hielo, con todo, se derretiría para nuevamente renacer como un puñal helado y cálido como la suave espuma al amanecer; que nadaríamos hasta desgastarnos los brazos, hasta secarnos los labios de la
sal y de los besos que aún compartiríamos, que nuestros sueños no eran más que el reflejo de un mar, que aun profundo y consuelo de maravillas nunca vistas, permanecería envuelto en una burbuja frágil sostenida únicamente por el miedo de oírla romper; que al final de todo, no seríamos más que
eterno deambular entre entre el ocaso y el mar.
Y, aunque ninguno de los dos lo dijo, nuestra contracorriente era nuestro mayor logro, y nuestra mayor perdición.