jueves, 28 de junio de 2012

Metamorfosis


Aquello fue el inicio. Empezó por las savias, agudas, ínfimas compañeras arrastradas por las raíces y las extremidades pétreas. Por sus suspiros y colores callados, atacó hasta lo más profundo de su diminuto cuerpo de pérfido parásito, escaló por la tundra de su carne y se llevó el color. Caminó por sus párpados, por sus ojos, y por sus huellas. Por sus rugosos dedos de sílfide, y por su risa intérprete de la tragedia.
El olor: su perfume y su más mínima esencia. Bulliente como un pálpito de desvelo, acató cada mínima corriente hueca, cada tendón, cada cataclismo de su existencia. Arrancó su piel a pedazos, y la sustituyó por árboles, por tazas, por lámparas y recámaras. La sustituyó por tejidos pulidos en cuarzo, por energía pura. Por hedores. Hedores: nuevos, casquivanos y falaces, caminaban en torno a su circunvalación: en torno a su órbita circunspecta llena de roturas y huecos vacíos. Rasgó la expresión. El aliento, y el vaho alterno, cambió como pócima cambia de esencia y ranas de color, como neón encendido en llamas. Pues era el uno, y el otro quienes habían poseído corazones de autómatas confusos. Pues era el uno, más no el otro, el único que, con astucia logró escapar de aquellos títeres, encarnizados en cruentas ilusiones evocadas ante el nocebo. Pues como versos o verborrea vomitados, vomitó su vasto bramido, su piel, su carne, su ser. Afianzó sus aullidos a los huesos y cráteres nuevos, a los alientos dejados tras los rastros tímidos y escondidos. Engendró como nuevo ser, y como copia;  como espíritu vacuo. Era ser y no era, pues no era más que ser dos veces y, mal ser. 
Aquello, no fue más que el inicio de un algia de desenfreno.

El poeta



El poeta,
eterno soñador de desveladas utopías,
ruidoso can en la noche profunda,
efímero vivero latente de Afroditas.

El poeta,
figura absuelta, explosiva en su más estado puro,
carbón de neón y jaulas
vacías.

El poeta,
dueño de las lamentaciones
y sinónimo de los feligreses fieles al habla muda,
el poeta; síndrome vacío, y aún lleno.

Caído, abatido y vencido, es tanto
dañino como atrayente,
homérica figura encerrada en sí misma,
en su irreal, en su estimar ardiente.

Cae, y no cae,
pues el poeta no cae, no
muere.

El poeta crea,
nace y ve nacer.
Trae palabras a los labios rotos de los caídos,
raídas en su infinito, acabadas en su extensión.

El poeta sufre:
sufre por no dar vida,
por no crear.

Sufre hasta desangrarse de sangre púrpura,
de vocablos peliagudos hambrientos de arte,
sufre hasta no dar más vida.

El poeta,
eterno prisionero,
preso de su exención;
no cae: recae.

Pues es el poeta,
el que lucha con sus demonios
y les ladra, les ahuyenta, les oculta.

Pues es el poeta, su prisión y sus demonios,
los únicos que adhieren la escarcha a la mano vacía:
es eterno sufridor de melancolías ajenas
y soñador de utopías, cavas o tardías.

Moribundo y ciego, es el poeta,
dueño de exaltadas entretelas,
y dueño de las palabras,
a las que éstas se le entregan.