miércoles, 10 de septiembre de 2014

La estación de lluvia amarilla

Pigmalión y Galatea, Gérôme


Y en esto que con el deseo de contarle a alguien la comezón que sentía por el milagro que estaba acaeciendo en el interior de Luz Decrépita, no tardó en acercarse a un desconocido, un pasajero del vagón veintitrés. 

—Oh, Vitrubio, amigo mío, déjame contarte la última de mis desgracias, la más dulce y amarga noticia que torna mi corazón traslúcido en llamas —Luz Decrépita hizo una leve pausa, para comprobar que su amigo le estaba prestando toda la atención que requería aquel asunto—. Verás, Vitrubio mío, la cosa es así: ¡me he enamorado! Desde lo más profundo de mis entrañas hasta la piel más superficial de mis llagas. Ella es Cromática, Vitrubio, la bailarina de cabaret del vagón tercero, la de piel aterciopelada y corpórea, ¡corpórea!, ¿me oyes, Vitrubio? La de la voz que acarician las olas del cielo helado, la de los cabellos que arrastran arenas finísimas hacia la orilla del Leteo; del Leteo, sí, porque su rostro, su voz, sus ojos, me hacen olvidarme de mi propia inexistencia, Vitrubio, ¡ella es real! Y me hace con ella a mí tan real como la carne, como los raíles, tan real como nuestro diálogo, amigo mío. 

Aquel pasajero al que acababan de bautizar Vitrubio adoptó, como si fuera una radio al que le hubiesen insertado repentinamente un casete con el guión y las palabras mismas que debiera ahora decir, reaccionó ante las palabras de su reciente amigo, y suspiró como si la vida se le escapara en cada centímetro de aire que salía de su boca.

—Pero, a ver, ¿tú estás seguro de que es amor? 

—Tan seguro como que vivo estoy, Vitrubio mío —sonrió Luz Decrépita, como si aquella sonrisa fuera lo único que necesitase para sostener todos los cimientos de su incorpórea inexistencia—. Te diré más: es la mujer de mi vida, Vitrubio. ¡Nos leemos los pensamientos, somos portadores de las mismas ideas! Queriendo decir yo algo, ella ya lo piensa antes que yo; y cuando alguna palabreja sale de aquellos labios de miel y rosas en mi interior siempre me digo: “¡si es que ya sabía que iba a decir esto o aquello o lo otro!”. Si esto no es amor, Vitrubio, no sé qué es. 

A Vitrubio se le volvió a escapar un suspiro, cargado de desesperanzas por aquel amigo suyo enamorado. 

—Pues ensoñación, ¿qué va a ser si no? ¿No te hablé ninguna vez de aquel libro, ese?

—Ni idea de lo que me hablas, amigo Vitrubio —musitó sorprendido Luz Decrépita, como si no fuera aquella la primera conversación que entablaban aquellos dos desconocidos—. ¡El amor me ciega y me hace olvidar todo pensamiento pasado mal pensado! 

—Más bien, inexistente pensamiento. Pues te diré ahora, que hace no mucho que leí un libro de cuyo nombre o autor apenas recuerdo nada (ha de ser del tiempo que pasó desde que lo leí), que narraba la historia de un hombre al que el amor no le había sonreído ni una vez en su vida, y en vistas de que el arroz se le estaba pegando ya a la cazuela (como solemos decir aquellos a los que nos gusta comer mucho arroz), el destino le prometió una mujer que en tres días (y no más) llamase a su puerta y le entendiese y pensase a la perfección como él pensaba, como si fuera él mismo quien se estuviera amando a sí mismo. En los tres días siguientes acudió la mujer, a la que llamaremos Eva por no dejarla innombrada como nos dejaron a nosotros, y entre ambos surgió un profundo sentimiento que llamaron amor, y que se esparció por todos los rincones de la tierra. Desde entonces, no hubo más hombres ni mujeres que no supiesen qué pensaban sus congénitos, y lograron establecer una vida basada en el silencio: puesto que todos sabían lo que todos pensaban, no hacía falta ni la palabra. Quizás por eso me llegase a aburrir aquella obra, amigo mío. El diálogo ya no existía, ni los secretos, ni la intriga, ¡ni el caos! El amor propio se disfrazaba en todo aquel Edén ordenado y aparentemente pacífico. Los mismos personajes llegaron a saber esto o lo otro que el autor iba a decirles o hacerles, así como también el autor sabía lo que los personajes pensaban, sentían y se disponían a hacer. Los personajes, los amantes, se acabaron odiaron entre ellos y odiaron al autor, por haberlos llevado hasta aquella forma monstruosa en la que se habían transformado. El mismo autor no acabó la obra, pues sabía de sobra cómo iba a terminar, lo que sus lectores pensarían, y hasta lo que él mismo pensaría en un futuro. Lo que con esto te quiero decir, amigo mío, es que si alguna vez se presentase ante mis ojos una mujer capaz de saber todo aquello que pasa por mi cabeza, que es sólo mía y de nadie más, saldría corriendo antes que alguna mano divina o hacedora de las cosas que son, me obligase a corresponder a esa caótica armonía.

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